'cookieChoices = {};' tiempos y palabras: noviembre 2013

miércoles, 13 de noviembre de 2013

máquinas de producción de verdad

ejercitando palabras

Piotr Pavlensky clavó sus testículos en los adoquines de la Plaza Roja para hacer manifiesta la indolencia de la sociedad frente a los cambios políticos cada vez más represivos de Rusia. Esta performance artística se transformó en noticia, y hoy, en un coloquio sobre Estética y Política, no puede evitar sacarla a colación. Y eso que no me gusta hablar en público, pero hay momentos en que se me acelera tanto el corazón por la coherencia que encuentro entre lo que están diciendo y lo que estoy pensando, que tengo que pronunciarme y tratar de articular mis ideas.

"El arte funda la Historia". La tarea política de la poesía en Heidegger  y El concepto de "instalación" heideggeriano como práctica política tardíomoderna de las bellas artes fueron los títulos en los que se enmarcó esta equivalencia palabra-pensamiento-intervención. La primera ponencia proponía que el arte entendido como una estética de materia y forma estaba de antemano condenado a la muerte que le atribuyó Hegel, por las mismas limitaciones de esta concepción implica, este autoacabarse es un principio propulsor para sacar al hombre de esta metafísica, y entrar así, a un nuevo campo en el que llevar a cabo el gesto más radical, el de la lucha por la verdad. La segunda ponencia hacía alusión a como una performance es una acción cuajada en la que el ser abandona las maquinaciones modernas para dar cuenta del nihilismo en que los creadores hacen eco de la contingencia política. Y es en este paso, del concebir el arte como una estética al concebirlo como una práctica política, en que la acción de Pavlensky retoma el modo esencial del arte, haciendo del mismo artista, la materia y forma de la expresión, de su propio cuerpo, en el que el Estado ejerce un poder, un campo de batalla donde se hace evidente la violencia contemporánea.

Se habló que la filosofía es en el fondo un gesto de fuerza para abrir un modo de pensar distinto, y que Heidegger al hacer del poeta un héroe político capaz de sentar las bases de una identidad de pueblo, raya en el peligro de hacer de la obra del artista un panfleto para encausar la historia según cierta ideología. La historia sería un suelo de afirmaciones en la que el pueblo se desenvuelve, lo que acontece, se sostiene en una valoración, en una manera de medir la realidad. Y el artista es quien configura esta medida por su capacidad productora de imágenes que esquematizan las manifestaciones del ente. El carácter poético de la imaginación compone el tiempo.

Pero pongamos los pies en la tierra, volvamos a la historia, sucede que estas cosmovisiones se encuentran con otras, y es en ese momento cuando se desencadena la guerra, el combate por la verdad, y se reconoce al enemigo común: la técnica,  que ha vulnerado los lazos humanos y ha hecho incluso de la palabra un medio de dominio, la política que no es otra cosa que tratar de imponer una forma de vida, un discurso ético que se repite una y otra vez, que se vuelve parloteo, promesas que no se cumplirán.

¿Qué puede hacer el filósofo entonces? Heidegger, después de la guerra, de la guerra mundial, renuncia a la filosofía como una cosmovisión y la asume como un camino personal, un tipo de existencia seria, que vive propiamente la problematicidad de cada época, es solo la vida la que genera cambios políticos, no el discurso. Es la manera en que nos conducimos y logramos establecer una comunidad en el obrar. Más que gestos, acciones. Eso sería lo que artistas como Piotr Pavlensky buscan recordarnos, nuestro propio cuerpo es el que está puesto en juego en estos tejemanejes del poder. El terrorismo, al fin y al cabo, es el tratar de imponer modos de ser.